Que un trajeado tiene morbo, mucho morbo, no lo vamos a discutir a estas alturas. Lo sabe hasta el trajeado en cuestión. Cuando uno se enfunda en un traje es consciente del morbo que desprende, de las miradas que va a recibir y de como administrar esas miradas y ese morbo. Chaqueta impecable. Camisa, a ser posible siempre blanca que despeje el rostro. Fálica original corbata que marque nuestra personalidad, estado de ánimo y nuestra diferencia con los demás. Zapatos, siempre limpios, brillantes, con esos dos lujuriosos cordones perfectamente anudados que gritan a los cuatro vientos nuestra habilidad manual y refinamiento. Y, por supuesto, el pantalón ajustado a la medida de nuestro cuerpo, en su sitio y con todo perfectamente colocado, marcando sin exceso pero sin disimulo nuestra virilidad, en perfecta simbiosis con los calzoncillos elegidos para ellos. Cinturón a juego con los zapatos. Pañuelo de seda, blanco discreto, estampado o de color desenfadado. Si todo esto lo completamos con unos personalísimos gemelos, reloj y alguna pulsera, el resultado es la perfección hecha hombre o el morbo personificado.
Cuando veo a uno o estoy frente a ellos, aún siendo yo uno de ellos, no puedo evitar verlo así, ver en su interior, y no me refiero sólo al interior del traje, me refiero a su interior más personal. A ese yo morboso, vicioso y provocativo que destila alguien vestido así. Tanta formalidad esconde algo salvaje y primitivo que todos llevamos dentro. Que algunos reprimen y otros dejamos salir de vez en cuando.